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Manual breve para retirarse a tiempo de la fiesta de la vida

(o las confesiones de una millennial geriátrica)


Soy una millennial geriátrica. No lo digo con tristeza, sino con la dignidad de quien ha sobrevivido a varias épocas históricas sin que le entreguen medalla: vi nacer el matrimonio igualitario como quien presencia el florecimiento de una bugambilia en plena banqueta; caminé entre pancartas después de la huelga del 99 en la UNAM; aprendí a pronunciar “despenalización del aborto” sin que se me secara la lengua; vi la marihuana pasar de tabú a industria con logotipo limpio y tipografía amable.



He sido testigo y cómplice de muchas luchas, de esas que se heredan como los muebles viejos: rechinan, pero sostienen.


Y sin embargo, llegada a la cuarta década —que no es una edad, sino un clima— descubrí que una nueva causa se sentó a mi mesa sin pedir permiso: la eutanasia.


A mí, que como mujer me tomó media vida entender que mi cuerpo no era territorio del Estado, de la Iglesia ni de la tía que pregunta “¿y para cuándo el bebé?”, también me llegó una revelación más silenciosa: quiero decidir no solo cómo vivir, sino también en qué condiciones no me interesa seguir viviendo. No por drama, ni por tristeza, sino por una forma muy precisa de amor propio.


La palabra eutanasia viene del griego: eu (bien) y thanatos (muerte). “Buena muerte”. “Muerte digna”. Yo, que crecí en un país donde el café es soluble y el descanso es culpa, me tardé en entender que la muerte también podría tener adjetivos amables.



La conversación empezó en una reunión con amigos, que son como rituales colectivos con botana y trauma compartido. Uno de ellos confesó, con la seriedad de quien anuncia el clima: quería morir joven para no convertirse en una carga.


Alguien respondió que esas cosas no se dicen en voz alta, como si la muerte se activara por comando de voz. Otra explicó que en América Latina ser viejo es sinónimo de descomposición, mientras que en Japón o China los ancianos son bibliotecas ambulantes. Otros no hablaron de muerte, pero sí de pérdidas: padres enfermos, padres muertos, cuerpos que ya no responden, decisiones irreversibles, la incertidumbre de quién te sostendrá cuando ya no puedas sostenerte tú.


Yo me moría por hablar. Literalmente me moría.


Pero todos estaban tan enfrascados en sus pensamientos que solo logré decir, con la calma de quien pide otra cerveza:—A los 65 valoraría si me quedo o me voy. Si llego sana, me quedo unos 20 años más. Si llego enferma y con el cuerpo derrotado… me auto-suicido.


Cayó un silencio tan denso que si lo hubiéramos vendido, nos pagaba la renta. A mí me gustan los silencios incómodos. Son como esos espíritus que vienen a sentarse contigo cuando dices una verdad que todavía no cabe en la sala.


Y entonces pensé: ¿qué pasa cuando alguien quiere morir, pero no desde la desesperación del suicidio, sino desde la lucidez de quien simplemente quiere retirarse de la fiesta? No porque odie la vida, sino porque ya bailó, ya brindó, ya viajó, ya lloró en el baño, ya se puso los zapatos incómodos, y quiere volver a casa en paz.


No hablo de morir atravesados por el dolor, la soledad o el escarnio. Hablo de una despedida con música suave, con las manos que amamos cerca, con una mesa larga donde en vez de mesa de regalos de Liverpool o Amazon haya una coperacha para el velorio. Una fiesta de fin de vida: vayan viniendo, que yo me voy y quiero que coman.



Una amiga, Paola, quien siempre pone el dedo donde más tiembla, dijo que esa libertad podría hacer que la industria farmacéutica empezara a sugerirte a qué edad es conveniente morir. Y yo pensé: curioso que cuando nos empujan a gastar en fertilidad, inyecciones, hormonas y promesas de vida, eso no asuste a nadie. Pero cuando la conversación es sobre la muerte elegida, entonces salen los demonios éticos a pasear.


Porque la vida, al parecer, es sagrada… mientras consuma.


No sé si algún día la eutanasia deje de ser un tema clandestino, dicho en voz baja o en chistes nerviosos. Lo que sí sé es que quiero una vejez con derecho a la salida de emergencia. No para usarla a la primera, sino para saber que está ahí.


Y tal vez, cuando me toque, no quiero una muerte trágica ni heroica. Quiero una despedida decente, con buen pan de muerto, chocolate caliente y alguien que diga:—Se fue como quiso. Y eso, en este mundo, ya es un milagro.

 
 
 

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