Aprender a festejar las pérdidas
- Monica Ocampo
- 19 jun
- 2 Min. de lectura
Hay algo que nunca nos enseñan: a perder. Y mucho menos, a perder con belleza.
Desde niños nos entrenan para aplaudir los comienzos: el cumpleaños, la boda, el ascenso, la maternidad. Son momentos de “éxito”, de “logro”, de “felicidad” visible y medible. Para ellos hay pastel, música, lista de regalos.
Pero nadie organiza una fiesta por terminar una relación que ya dolía. Nadie brinda cuando alguien decide no tener hijos. Nadie hornea un pastel para celebrar la vida cuando está por terminar. Vivimos en una cultura que festeja la acumulación y oculta la pérdida, como si rendirse, soltar o cambiar de rumbo fueran señales de fracaso.
Y sin embargo, la vida verdadera se parece mucho más a una espiral de pérdidas que a una línea ascendente de triunfos. Perdemos amores, trabajos, casas, cuerpos jóvenes, ideas que ya no nos sirven, versiones de nosotros mismos que quedaron atrás. A veces elegimos perder. A veces, la pérdida nos elige.

¿Y si aprendiéramos a darle lugar a ese momento? ¿Y si no solo lo aceptamos, sino que lo honramos? Festejar las pérdidas no significa negar el dolor. Significa mirar de frente lo que ya no está y agradecer lo que fue. Porque a veces lo que se va también nos libera.
Significa reunir a quienes amamos y decir: “esto cambió, esto terminó, pero aún así estoy aquí, viva, distinta, más mía.”
Una fiesta de divorcio puede ser un acto de dignidad. Una ceremonia de fin de vida puede ser una ofrenda de amor. Un brindis por la soltería puede ser un acto de libertad. Una reunión para compartir el “no ser madre” puede ser un acto de resistencia.
No necesitamos grandes gestos. A veces basta una vela, una mesa, una canción, una presencia. A veces basta dejar de pedir permiso para nombrar lo que duele y decidir que también eso —eso roto, eso ausente, eso que cambia— merece ser celebrado.

Porque aprender a festejar las pérdidas es, en el fondo, una forma de seguir amando. La vida está hecha tanto de bienvenidas como de adioses. Y sin embargo, los rituales que acompañan nuestras pérdidas suelen ser silenciosos, privados, marcados por la vergüenza o el secreto.
Tal vez nos hace falta cambiar la forma en que nos despedimos. No con negación, sino con belleza y algo de gratitud.
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